Tengo una llave y una cerradura donde colocarla. La cerradura está junto a la columna de dirección de este automóvil que estoy probando. Tiene capacidad para cinco, cuatro puertas y un motor de apenas 75 caballos de potencia. Pero es un buen auto. No tiene un asiento envolvente, pero me siento seguro sobre él.
Los pedales están bien ubicados y con un ligero balanceo mi pie derecho puede pisar simultáneamente el acelerador y el freno. Debo estirar los brazos para alcanzar el volante y cuando envío un imperceptible impulso eléctrico a las puntas de mis dedos, los guardabarros se abren paso con facilidad entre el tránsito. No es el automóvil deportivo que alguna vez tuve o manejé, pero insisto: es un buen auto.
Insisto en esto porque es la condición para que la computadora que tengo encima de estos dos ojos que beben una cinta de cemento, digite entre sus archivos la vibración que recorría mi brazo izquierdo al tirar con seguridad la palanca, adelante y atrás, cinco mil vueltas, los engranajes rectos, una música de aceros de la caja de cambios de un automóvil deportivo de los años treinta. Esto fue un Bugatti, pero con menos vueltas en el motor o con aceros no tan bien afinados fue otras veces un Delage, un Bentley.
También hubo un Porsche, para evitar que todo tiempo pasado fuera mejor. Patada al freno, un cambio que perdona y las ruedas transmitiendo al volante su necesidad de un ángulo justo, de un esfuerzo exacto. Cincuenta metros de deriva, cola afuera, contradirección, acelerador y todo en paz, con placer, con alegría.
Claro, aquellos eran abiertos y sus parabrisas de cristal plano se rebatían para que el aire golpeara en las orejas tapando el ruido del motor y para que el pelo moreno cayera hacia atrás, dejando limpia la cara al lado mío. Y aunque éste de hoy es sólo un buen auto, la succión de los 150 kilómetros por hora sobre el pequeño cuadrado que se abre en el techo, también levanta un pelo que ahora es más moreno y es más mío.
Pero esto parece más una alfombra mágica que un automóvil. Todo es silencio, todo es suavidad, descanso. Quizá sea algo más que un buen auto. Sólo el sentido del tacto lo siente vivo; los otros cuatro descansan, oyen una voz amiga, fuman. La maquinaria exigida me envía sutiles mensajes hasta las manos, la planta de los pies, todo mi cuerpo apoyado sobre el asiento. Pero debo hacer un cambio y me encuentro con esta palanca absurda colocada a un costado del volante. Es la realidad que me golpea.
Un verdadero automóvil deportivo -palanca al piso- no tiene nada de alfombra mágica. Es una mágica cabalgadura mecánica que puede trepar un cordón de vereda sin que sus ruedas se separen un segundo del suelo y yo sabré lo que está pasando, no ya por mis dedos, sino por cada una de mis vértebras, por mis ojos que verán saltar la aguja del cuentavueltas, por mis oídos aturdidos por el ruido de los árboles de levas resonando en sus alojamientos de aluminio, por mi nariz llena del olor caliente del aceite, por el ruido del escape, bien atrás.
La camioneta fue una experiencia necesaria. A 130 bajo la lluvia, sobre la tierra colorada de Misiones, era realmente vivir con el motor potente bajo la trompa pesada, con la cola muy liviana y la suspensión muy dura, con un enorme parabrisas moderno abierto alto a los paisajes. Por ejemplo, el paisaje que casi con dulzura veo delante mío cuando cruzo toda la dirección sobre el ripio para provocar un trompo, con un chorro de piedras que sale de las ruedas traseras, forzadas a pleno acelerador. Cuando llego a destino, después de haberla gozado metro a metro todo el litoral, me parece increíble despegar el cuerpo de la fiera agresiva, al sentirla mover a paso de hombre sobre la rampa de acceso a la balsa. Los controles son pesados, la dirección muy desmultiplicada, pero esta camioneta se parece más a un automóvil deportivo que muchos de los que llevan su nombre.
Nací en este país demasiado temprano. Después de quince años de apretar cien aceleradores distintos, de automóviles más o menos aburridos, sólo ahora llega el Torino, el cupé Fiat. Antes de esto sólo sustitutos; automóviles de paseo modificados, mejorados.
Pero tener sólo 850 centímetros cúbicos, casi siete mil vueltas y 160 kilómetros por hora es un buen sustituto para negar las ventajas de la vida contemplativa sobre las incomparables rutas de un Gran Premio.
Ante todo la noche -ya lo dijo Saint-Ex-, la oscuridad total y alrededor mío el metal chorreando vida. Pero tengo dos faros que inventan doscientos metros de pavimento delante de mis ojos. Estoy solo en la noche, detenido en el universo; es el mundo que pasa bajo mis ruedas a medida que los faros lo horadan. Luego, cuando todo haya pasado, mi descanso se poblará de cintas asfálticas que pasan -ahora en silencio- bajo la cama, delante mío. Después de la noche siempre es así, es inevitable.
Ahora las cornisas: seis horas de montaña no me cansarán tanto como la mitad de ese tiempo en la llanura de recta interminable. En la Pampa de Achala el piso es duro; luego el Huaco. Miranda con su suelo perfecto de tierra roja. El volante gira constantemente, salta inquieto el cuentavueltas, vuela la palanca de una posición a otra y los pies juegan un ballet, juegan con la precisión de un ballet. Cien, doscientas curvas una detrás de la otra; sé como empiezan, no sé como terminarán, pero las ruedas me informan instante a instante con sus mensajes: piedras, piso duro, tierra floja, tierra firme, hundido en el polvo, saltando en el aire, repitiendo al detalle los movimientos de otro automóvil, veinte centímetros adelante de mi paragolpes, ¡qué lindo!
Alguna vez fue el tiempo de la motocicleta, con los dedos ateridos, con el golpe tan inevitable como la alegría, la euforia. También del microcupé y del enorme y triste automóvil americano. Siempre lo mismo: manos, pies, piel, pelo moreno. Más o menos largo, más o menos intenso, siempre distinto.
Fotos: Archivo Speratti
Este texto fue originalmente publicado en la Revista Adán, de la Editorial Abril.
El 24 de marzo de 1976 las calles se tiñeron de Falcon verde. Desde el 6 de junio de aquel año Horacio Speratti permanece desaparecido.
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