Todo comenzó hace unos años al terminar un proyecto de diseño para un extraño auto eléctrico chino que por estos días estará comenzando su vida comercial allá del otro lado del mundo. ¿Qué mejor idea que desconectar del trabajo con un hobby? (se me ocurrió). Fue así como sin descansar un segundo comencé a volcar la obsesividad para diseñar sobre los autos viejos que tenía a mano en ese momento.
Tímidamente le pedí a Walter, dueño de un taller y amigo de Gustavo Fosco, si me podía reparar la puerta de un Torino… Al poco tiempo le pedí otra pequeña cosa y el trato de cliente pasó a ser de amigo, con la directa consecuencia de que en pocos meses comencé a tomarme atribuciones impensadas para un cliente del lugar.
Cuando terminaba un proyecto y para “limpiar la cabeza” me internaba debajo del elevador para reparar y dejar como recién salidos de fábrica los diferentes autos que pasaron por mis manos.
Sobre ese elevador desfilaron, un 323 color celeste, un Datsun 280 ZX, Coupe Chevy y reparamos unas cuantas cosas de un Alfa Romeo Spider Veloce.
Tal era la confianza que teníamos que lentamente se fue transformando en amistad. Siempre le decía a Walter: “dejate de joder con estos cachivaches y ponete a hacer clásicos”… Nunca me devolvió una pared.
A principios de año, después de las vacaciones, pasé un día a saludar como lo hacía tantas otras veces a él y a Fede, el mago de los colores de la pinturería de enfrente, ardiente y asiduo lector de nuestras publicaciones.
Cuando me detuve para el saludo de siempre (hacía unos meses que no nos veíamos), me dijo: “acabo de anunciar que dejo el taller. Te tendrías que hacer cargo de esto. Yo sé que te va a ir bien”.
Esta especie de orden con algo de videncia me sonó extraña pero seductora a la vez. Setenta y dos horas más tarde estábamos sentados firmando papeles delante de una escribana y comenzaba una aventura absolutamente nueva.
Diseñar, enseñar, coleccionar, escribir, vender (tuve una agencia)… Sólo me faltaba restaurar y con eso cubría todos los gremios relacionados al automóvil.
Festejando los seis primeros meses de restaurador y luego de muchísimo esfuerzo, los primeros proyectos comienzan a tomar vida. Lo que era un descanso pasó ahora a ser el motivo de mi cansancio (físico) y una especie de juguetería que nunca soñé siquiera que podría llegar a tener.
Como todo varón fanático de los fierros, mi sueño imposible era en algún momento de mi vida poder tener un elevador… Bueno, ahora tengo tres. Con el beneplácito de mis amigos que de muy buena gana se ofrecieron a ser los conejillos de indias de estos experimentos (ellos nunca lo supieron), nos lanzamos a probar y ver como salía. Está saliendo bien.
En el mismo elevador en el que restauraba mis autos, ahora sigo jugando y haciendo lo mismo pero con los de otros. No cambió nada. Quienes me acompañan tienen mucha más experiencia y acordamos que mi área de acción directa sea acotada por el momento… Como diseñador y, por sobre todas las cosas, por ser un gran obsesivo, es mucho más lo que puede aportar el ojo que el músculo en un lugar como éste. Cada cual en su lugar.
Nunca sabremos como se seguirá escribiendo la historia, pero la experiencia de haber transitado por esta actividad deja muchas enseñanzas construídas de desafíos impensados hasta hace poco.
Ayer cuando terminamos este E21 (los paragolpes delanteros faltan por la impericia del Sr. cromador de la calle García del Río) me dieron ganas de pensar en todo lo que recorrimos en estos pocos meses de aprendizaje. Gracias a todos mis amigos por llenar el lugar de fantasías y desafíos que poco a poco irán saliendo del horno y serán disfrutados como se merecen.
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