Un cuento

30/Sep/2012

– Salomón, vení que hay gente.

La voz de su esposa vibró entre la materia suspendida del desordenado cielo de su mundo. Se filtró hasta el fondo del negocio y Salomón al escucharla, despegó lentamente su silueta del banquito. Con andar claudicante, y bajando el mentón para investigar quién se veía por encima de sus anteojos, se fue acercando hasta el mostrador.

– ¿Qué andan buscando?

– ¿Compra tazas de autos?

– Depende. ¿De qué auto son?

Los doce años de Gofredo inundaron en un instante el ambiente. Los más de cincuenta de Salomón se agigantaron delante de la figura del visitante. Sin embargo, el pequeño se había propuesto llegar hasta el fondo con la transacción, así que con fuerte decisión y casi sin respirar, describió el producto que llevaba y luego de abrir el bolso, dispuso la mercadería ordenadamente sobre el poco lugar libre de la mesa.

– ¿Cuánto me da por las cuatro?

– Y… mucho no valen… Unos veinte mil pesos

-Eso es muy poco, están nuevas. Mire lo que son… «El cromado está perfecto…”, deslizó por detrás la madre de Gofredo, que hasta ese momento había decidido no intervenir en los negocios de su hijo.

Es que al ver como Salomón se estaba aprovechando de su hijo, decidió tomar las riendas de la situación, y tras algunos cruces de palabras, logró que el anfitrión se estirara hasta los treinta mil. Pablo, el primo de Gofredo, presenciaba en silencio la escena.

Los improvisados comerciantes entregaron los cuatro platos voladores, que hasta hacía pocas horas vestían las ruedas del Dodge Coronado familiar. Casi inmediatamente Salomón les encontró una órbita en su cielo, y dándose la media vuelta, balbuceó un saludo antes de volver para siempre a ocupar su banquito.

Salieron de allí y entrando en la calle, con el sol de diciembre que les pinchaba suavemente las mejillas, entrecerraron los ojos para enfocar bien la esquina de Dorrego y Warnes. Las flamantes Adidas “Wimbledon” de Gofredo apuntaron hacia el objetivo: “Protto Hermanos”.

– Venimos a ver llantas.

El vocero del trío dejó muy claras sus intenciones y quisieron ver que ofrecía el catálogo de la casa. Utilizando la misma estrategia que forzosamente practicaba su madre a la hora de salir a comer con él y su hermana, empezó por el plato más barato. Siguió soñando con las «Mangels”, pero sabía que el presupuesto daba para esas negras con los rayos color acero, que no eran las mejores, pero tampoco las peores. Además (se convencía), el negro de fondo haría juego con el techo vinílico. “Con sesenta lucas te las llevás”, le dijo el vendedor al mocoso.

Pablo, su primo, estaba en el fondo preguntando cuanto le costaría a su padre cambiar calzado completo del Dodge 1500 naranja. Madre e hijo se miraron, y la tesorera, siempre quejosa por las tonterías en las que se metía su hijo, entregó los treinta mil pesos de Salomón en concepto de seña, acordando que al momento de cancelar se llevarían puestas las nuevas llantas.

Gofredo era muy introvertido. Pasaba horas leyendo y repasando las mismas revistas de autos, que hoy, casi treinta años después de esta escena, sería capaz de recitar de memoria. Zambullirse en los artículos de “Corsa”, “Su Auto”, “Solo Auto” o los primeros números de la renovada “Parabrisas” calmaban por aquellos años la ansiedad de saber, y en pocas horas sus páginas recorrían la totalidad del tracto digestivo del ávido lector.

El resto del mes lo usaba para repasar las notas, y enfocando la mirada en las fotos, dejaba que su cabeza volara sobre el presente, instalándose en lugares tan remotos como placenteros para su suave edad.

Solía pedir a sus padres si necesitaban que les haga algún mandado, y encontraba así la excusa para salir a recorrer el barrio y mirar autos. Sus momentos de estupor delante de esas mágicas cajitas de lata terminaban con la mirada sospechosa de algún transeúnte, o con algún bocinazo de un conductor que le pedía que se subiera a la vereda, o que no ande arrastrándose por el asfalto para ver el color de los amortiguadores.

La Coca-Cola llegaba caliente, los helados derretidos, y el vuelto, la mayoría de las veces, quedaba en manos del almacenero.

A través del auto familiar, él proyectaba todo lo que no podía decir con palabras ya que nadie en su casa le prestaba demasiada atención a sus lecturas y excursiones. Lo dibujaba, lo lavaba, lo lustraba. Durante los lánguidos domingos de verano en el club, se internaba durante horas explorando sus entrañas, como un anatomista que investiga sin buscar nada. Sólo espiaba, observaba y registraba.

Allí aprendió lo que era una barra de elástico, un silent-block, o cuantas pulgadas cúbicas tenía un motor, y sobre todo cuanto más andaba el “Coronado” del Fairlane 221, que digamos, siempre fue una batata. Estudiaba meticulosamente el manual, que como todas las revistas que devoraba, también hoy sería capaz de recitar de memoria.

Unas pocas semanas después de la transacción con Salomón en Warnes, juntó algo del coraje que tenía guardado, y que parecía deshojarse en medio de la lenta agonía que tienen las tardes en las que uno no hace nada.

Se tenía que enfrentar una vez más con la inconmensurable figura de su padre que todo lo tapaba. Respiró hondo, e intentó quebrar el ambiente con su fina voz:

– Pa…

– Mmm….

– ¿Te acordás de las llantas que le queríamos poner al auto?

– Sí

– Viste que ya entregamos las tasas y que falta pagar una parte, ¿no?

La mano derecha del padre, sostenía una taza de café, la izquierda dibujaba impredecibles figuras en el aire cada vez que sosteniendo el cigarrillo, daba vuelta las páginas de la sexta de la Razón. En el fondo de la cocina las cebollas recién cortadas comenzaban a bañarse en aceite hirviendo y sus lamentos anunciaban que la cíclica y perpetua cena familiar estaba por comenzar. La mirada de su padre se despegaba del diario solamente para escuchar a Enrique Moltoni hablar de la fecha del domingo en Nuevediario.

El instante se hizo eterno. La respuesta no llegaba. En plena retirada del batallador vencido, se escuchó un crujido del diario y por detrás de la foto de Babington festejando sus últimos goles con la camiseta de Huracán, asomó la cabeza del general. Gofredo con lo que le quedaba de esperanza aminoró la marcha y puso toda la atención que su carácter le podía entregar.

– ¿Qué hay de comer?

Gofredo se resignó una vez más a que nadie lo escuchara en su eterno deambular por mundos que poco tenían que ver con éste, y pensó que quizás tenían razón en dejar el tema de lado. Sin embargo, en un instante su padre lo apuntó con la mirada y el pequeño pensó que esta vez sería el momento de la aprobación definitiva de su proyecto. Con aire inquisidor y sin dejarlo pensar un segundo le dijo:

– Y vos… ¿Hiciste los deberes hoy? Por qué no te dejás de joder con esas rueditas, ¿eh?… Andá a estudiar que no te está yendo muy bien en el colegio. Todo el día con esos autos…. ¡Qué cosa!

Lo feo de las tormentas en el barrio de los autos, es que en pocos minutos se inundan las siempre heridas veredas espantando a quienes tenían pensado ir a buscar la pieza que les falta. Sólo los mecánicos, los fanáticos y algunos soñadores se quedan. Para ellos es el mejor momento, ya que disponen de más tiempo y menos gente que los mira en el sublime instante de la elección. Falta poco para el mediodía pero parece mucho más tarde. La esquina de Warnes y Dorrego vestida de gris oscuro, está siendo bautizada por quién sabe que Dios, que desde el cielo ha decidido sumergirla en un baño purificador en el que flotan mangueras, filtros, cajitas,  y demás órganos traficados por los desalmados piratas del lugar.

En medio de la tormenta, apareció la figura de Pablo, algo desgastada por los años, y chamuscada por el tiempo que allá afuera se lo devoraba todo.

– ¡Hola Gofredo!

– Pablo!!! ¡Qué sorpresa! ¿Cómo estás, tanto tiempo?

– Bien che… todo bien…

Actualizaron rápidamente sus vidas, sus cosas en común, Gofredo le comentó de Carola, su eterna e insistente amiga a quien nunca tuvo el valor de decirle que no, y que casi sin darse cuenta, un día se encontró con ella compartiendo una sala de partos. Después llegaron las necrológicas y alguna que otra andanza de las chicas del barrio. Terminado el resumen, Pablo le comentó con los ojos saltones como cuando de chicos le confesaba alguna travesura:

– ¿A qué no sabés lo que estoy haciendo?

– Y… no…

– Estoy terminando de restaurar el Dodge 1500 que era de mi viejo.

– ¿El naranja? ¡Qué bueno!

– Y como me faltan, entre otras cosas, las lucecitas de giro de los guardabarros delanteros, me dije: “¿Quién otro que Gofredo me puede decir donde conseguirlas, no?».

– No te puedo creer… Vos siempre con esa suerte, dijo casi reprochándole y a la vez descalificando su propio e imperfecto presente.

Ayer pasé por lo de Salomón, el viejo que me vendió este boliche, ¿te acordás?  Bueno… tuvo que cerrar el otro negocio que tenía en Arévalo y El Salvador, y se llevó todo para la casa. Parece que anda mal de guita, y cada tanto me llama para ver si necesito algo. Así que me traje, entre otras reliquias, las luces que te faltan con el embalaje original. ¡Tienen hasta el precio de la época!

– Gofredooooo. Está la comida… ¿Ya cerraste? El alarido lanzado desde el fondo del negocio, retumbó como un martillazo en el aire que respiraban los viejos primos mientras Gofredo acomodaba la vitrina.

– No, no cerré todavía, ahí voy. Mirá quien vino…

– Pablo… ¿Cómo estás? ¿Te quedás a comer con nosotros?

– No tía, gracias. Me tengo que ir rápido porque estoy muy ocupado. Pasaba nomás por unas cositas que necesito, y justo Gofredo me dijo que las tenía.

– Bueno, bueno, me voy a sacar las milanesas porque se pasan. ¿Te preparo un sanguchito así te lo llevás?

– No, no, dejá, está bien… Gracias.

Siguieron hablando y Gofredo se extravió como tantas otras veces preguntando detalles de la restauración, y recordando junto a Pablo las andanzas arriba del “Doyito” naranja…

– Che primo… ¿Tenés acá las luces?

– Ah… claro.. Sí, sí, a ver… No. No están acá, están en el fondo creo. Esperá.

-“Ma…” ¿No viste una cajita color celeste con el logo viejo de Chrysler?

– ¿Cuál?, ¿la de las luces del 1500? Sí, las publiqué esta mañana en internet y las vendí enseguida. Menos mal, porque si no se iban a quedar juntando polvo como todas esas porquerías que comprás en los remates.

Quedate tranquilo que mañana pasa el muchacho a pagar…

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