Peregrinaciones de un losangista zaino

3/Oct/2018

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Hay tres razones para manejar las cuatro horas de París a Dieppe. De las tres, hay dos que vuelan bajito en el entusiasmo de mi abnegada copilota y a veces pilota.

1) La razón para ir a Dieppe que uno puede exhibir sin que lo consideren a uno un “loco de la guerra”: los mariscos, la iglesia del siglo X sobre los acantilados, el vino de la región y hasta el casino.

2) La razón de los verdaderos locos de la guerra: en el verano de 1942 un pequeño ejército, compuesto de 5.000 canadienses, 1.000 británicos y 50 rangers americanos, desembarcó en la playa mejor defendida de Dieppe, debajo de los hoteles, restaurantes y del casino, en plena costanera. Algo así como desembarcar en la Bristol en plena temporada de tiro al pichón. Para hacer la historia corta, luego de seis horas de balacera sólo 2.400 hombres sobrevivieron. De todos los soldados, el que más logró adentrarse en Dieppe fue el teniente coronel Coto, a cargo de las tropas de tierra, un arquitecto de Toronto quien llegó a ser, en la década de los años 70, el presidente del colegio de arquitectos de Ontario. Coto hizo 150 metros, cayó herido y pasó hasta el final de la guerra en un campo de prisioneros. Yo quería llegar hasta el lugar donde él cayó y hay hoy una placa. Me caen bien los líderes que lideran desde adelante.

3) La otra razón que no podía discutir en familia: en Dieppe está la fábrica Alpine. Entrando al pueblo, cerca del supermercado Auchan y de la fábrica, hay una rotonda con un Alpine arriba (réplica, probablemente…). A la pregunta de “¿viste el AUTITO AZUL arriba de la rotonda?”, me hice el ganso (me sale muy bien) y respondí “No, no lo vi ¿que autito?”.

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El caso es que comimos los mariscos, encontré furtivamente la placa histórica, visitamos la iglesia medieval, y aún así no pude encontrar un museo Alpine (¡Dieppe no es Maranello!).

Pero, según el muy zaino refrán inglés, “god helps those who help themselves». Y Dios estuvo generoso al regreso en París. La ex-concesionaria Porsche de Boulogne-Billancourt se convirtió, de la noche a la mañana en una concesionaria Alpine. ¡Aleluya! ¡Canonización ya para Jean Rédelé! ¡¿Cuántos milagros en fila tiene que hacer ese santo hombre?!

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Día frío y con poco movimiento. Entré, me atendieron muy bien, me ofrecieron café, me dieron el precio del nuevo Alpine, 42.000 euros impuestos incluidos, y hasta me ofrecieron crédito para comprarlo. Yo galantemente me hice el difícil y seguí sacando fotos. La vendedora era bella y simpática. La proverbial amabilidad francesa aumenta exponencialmente a medida que uno se aleja del Arco de Triunfo y esa concesionaria está tan lejos del centro de París como uno puede estarlo sin cruzar el Sena. Me contó la historia de cómo había llegado ahí el prototipo Le Mans de los años 70, de cómo habían encontrado los planos y algunas piezas sueltas y de cómo no habían decidido aún hasta que punto restaurarlo sin arruinarlo.

El A-310 de «Jeannot» Ragnotti, así vestido, hasta parece lindo. El V6 turbo PRV, flácido en los autos de serie según decían, parece enviagrado así montado donde está en el A310.

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¿Y mi copilota? «¿No dijo nada al verme tan interesado por un auto donde no cabe ni un pinche Chihuahua en el asiento de atrás?», se preguntará alguno. No, es que, además de gringo, viejo y loco, soy zaino. Fui sólo, a pie y en horas de trabajo.

Fotos: Carlos Maggi

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