Sociedad exitista como pocas, el suceso del varón occidental pasa por poseer la mayor cantidad de objetos de probado fuste que lo enaltezcan ante sus semejantes.
Sin ánimos de juzgar la escala de valores, ya evidente desde los setenta como muestra la imagen del campeón, con avioneta, rubia, y Ford Gran Torino fastback, nos quedamos con los colores trucados, y la imponente protuberancia en la trompa que el macabro Knudsen, al salir de Pontiac y recalar en el óvalo, impuso para toda la gama Ford desde el inicio de la década, y que se fue afinando en su parte central cada vez más, hasta quedar casi idéntica a la de los autos de la extinguida división deportiva de GM. Sólo el Gran Torino logró sobrevivir y encontrar un compromiso entre los gustos de este señor, y la imagen de la marca.
No hace falta aclarar que duró menos dos años en su cargo hasta que su volcánico patrón, Henry Ford II, lo sacara a escobazos del despacho, apaciguando así los ánimos del entonces delfín Lee Iacocca.
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